martes, 19 de abril de 2011

Un cuento con final metálico

Sergio Baragaño (Oviedo, 1975) es, a pesar de su juventud, uno de los arquitectos del acero más prometedores de España. Sus premiados «Tinglados en el puerto de Avilés» o la prometedora y aún por inaugurar nueva «Fundación Metal», también en la Ría avilesina, así lo confirman. Formado en Las Palmas y Barcelona, se incorporó a Arcelor tras un año en Australia aprendiendo de la esencialidad de Glenn Murcutt. Su historia continúa la serie Generación OVD con la que LA NUEVA ESPAÑA pretende descubrir a los nacidos aquí, entre 1970 y 1990, y convertidos ahora en profesionales globales y avanzados, hijos del siglo XXI.
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CHUS NEIRA El tercero la hizo de ladrillo y el lobo no pudo derribarla. Pero Sergio descubrió que también podría llegar un cuarto que levantaría su casa con planchas metálicas. Y cuando los cerditos tuvieran que cambiar de domicilio, el lobo, en vez de demoler, tendría que decir «soplaré, soplaré, y tu casa reciclaré».
Las bondades del desmontaje y recuperación en la construcción con acero, eso que se llamó la industrialización, las aprendió Sergio Baragaño (Oviedo, 1975) en una peripecia profesional de muchos puertos -Las Palmas, Barcelona, Australia, Valencia, Madrid- y un viento propicio, boreal y levantino, que se llamaba Arcelor.
Cuando se detiene, satisfecho, a explicar la parte más compleja de la que será nueva sede de la Fundación Metal, en Avilés, el desplazamiento del tercer y segundo piso, volado gracias a una poderosa viga, en ese juego que imita las placas de acero antes apiladas a ese lado de la ría, Sergio Baragaño, a sus treinta y cinco, parece el hombre feliz en su universo metálico. Para llegar a esa conquista el azar tuvo que dibujar una de esas piruetas extrañas que, vistas por el retrovisor, parecen líneas perfectas, un itinerario siderúrgico escrito, incluso, en sus genes.
«Sí, mi familia siempre ha estado muy vinculada al sector, en Ensidesa o, antes, en la Fábrica de Mieres. Y hay todo un mundo industrial que a mí me ha fascinado siempre, como la obra de Vaquero Palacios, con ese punto de arte en las fábricas. Hace poco, dando una conferencia en Oporto, proyecté dos fotografías: un campo asturiano y una vaca, y el mismo campo con una fábrica. La pregunta es cuál está en realidad más integrada. Por eso, también, trato de utilizar el negro y el acero en la arquitectura, que asusta un poco, pero que también es luz y muchas ventajas. En Estados Unidos llevan mucho tiempo, aquí estamos empezando un poco ahora».
La carga familiar de la pasión fabril, unida a una madre pintora que le metió la plástica desde niño y a un padre ingeniero que justo cuando él nació empezó a estudiar Arquitectura a distancia, lo pusieron en camino. Y cuando salió del Instituto ya sabía que quería ir a la Escuela de Barcelona, pero tuvo que conformarse con Las Palmas.
Al final, fue mejor. Descubrió allí la «vieja escuela», la materia dura, el mucho estudiar, y todavía más trabajar. Horas y horas para sacar las asignaturas. Arquitectos como lo eran antes. A los tres años cambió a Barcelona y logró, así, tener las dos patas de los estudios de arquitectura. La clásica, dura y sufrida, canaria, y la moderna, más fácil y mucho más experimental de la Ciudad Condal.
Allí se quedó, después de la carrera, pasado un «Erasmus» en Finlandia que le permitió conocer de cerca las líneas racionalistas de Alvar Aalto -«para que te hagas una idea, todo lo de Ikea es Alvar Aalto, le quitan una pata a una silla suya y ya está»-, y entró a trabajar en el departamento de arquitectura del Ayuntamiento de Barcelona, en una época de mucho trabajo, preparando el Forum 2004 dos años antes.
Sergio podría haber parado allí. Quedarse en el Ayuntamiento de Barcelona. «Pero es que soy un poco culo inquieto». Y entonces, gracias al arquitecto Iñaki Alday, con el que había trabajado anteriormente, le salió la oportunidad de irse a Australia. «Ellos conocían a Nick Murcutt, y se trataba de colaborar con él. Así, durante un año, pude conocer también a su padre, Glenn Murcutt, un tipo muy especial, que vive en caravanas, muy cerca de los aborígenes, casi reinterpretando la arquitectura tradicional, un arquitecto que es casi un artesano, muy pocos proyectos al año y sólo los encargos que le interesan. Fue mi viaje de arquitectura».
De las antípodas, a Oviedo a pensar. Qué hacer. Y la oferta de trabajo en la Escuela de Arquitectos de Madrid recompuso el puzle. Arcelor quería un arquitecto en España. Para la zona de Levante. Él tenía el catalán, el inglés, la formación internacional, el gen de la industria del acero y una jefa que cuando le hizo la entrevista de trabajo venía de pasar su luna de miel en Australia. Pidió incorporarse al equipo como colaborador externo, para poder poner en marcha al tiempo su propio estudio en Valencia. Dijeron que sí.
Los años con Arcelor -fomentar el uso del acero en la arquitectura, organizar congresos internacionales, redactar artículos en revistas especializadas- fueron buenos. Y mejor los proyectos que llegaron por ahí. Los «Tinglados del puerto de Avilés, vecinos de Oscar Niemeyer», esos almacenes de cajas metálicas que recuerdan a los viejos contenedores. La Fundación Metal, la terminal de cruceros de Bilbao, la de la Autopista del Mar en Gijón, el edificio de I+D de Aceralia... Tanto trabajo que pidió la excedencia y saltó a Madrid.
Ahora tiene el estudio allí y el cuento, a pesar de ese primer final metálico, todavía está por escribir. Su cabeza, de eso no hay duda, le dice que los proyectos que ponen en marcha -siempre en plural, «arquitectura es trabajar en equipo, en red, cada vez más»- seguirán por los terrenos fronterizos, allí donde lo industrial roza la ciudad, donde el puerto fabrica el mar, aguas movedizas donde la imaginación sencilla puede ser poder.

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