Una de los grandes figuras de la arquitectura mundial reflexiona sobre el futuro de las ciudades y cómo deben evolucionar hacia modelos más sostenibles para asegurar su supervivencia. Norman Foster se aventura a apuntar el destino de las urbes que habitaremos
Alguien dijo una vez de mí que, si me hacían una pregunta, yo respondía con un dibujo, de modo que aquí propongo el bosquejo de un hada madrina con su bola de cristal para ver el futuro y una varita mágica para hacer aparecer lo imposible. Antes de empezar a usar sus poderes sobrenaturales, hay dos pasos importantes que podemos dar por nuestra cuenta. En primer lugar, comencemos con las realidades obvias.
Vivimos en un planeta que tiene cada vez menos cosas que ofrecer en una época en la que cada vez más personas, muchas todavía por nacer, van a querer cada vez más cosas. La capacidad de la tierra para proporcionar suficientes alimentos, agua y combustible (sobre todo los combustibles fósiles) está disminuyendo. Al mismo tiempo, la población de las economías emergentes, en especial China e India, está disparándose.
Ya existe una inmensa brecha entre la calidad de vida de las sociedades que se industrializaron en el siglo XIX y las que están haciéndolo ahora. Esta diferencia entre "los que tienen" y "los que no tienen" sólo puede eliminarse mediante un aumento masivo de la producción y el consumo de energía, sobre todo en esas economías emergentes. En el mundo interconectado en el que vivimos todos hoy, los problemas derivados de estas contradicciones también se comparten. Lo que ocurre "allí" nos afecta directamente "aquí".
Por si el panorama que describo de desajuste entre "los fines y los medios" y "los ricos y los pobres" no fuera suficiente problema, tengamos en cuenta que estas contradicciones se producen en un periodo de cambio climático. Dicho cambio se ha atribuido a los efectos secundarios, contaminantes, de la industrialización actual y pasada de las sociedades más ricas. Las amenazas ambientales derivadas de esa realidad están siendo ya visibles y permiten prever varias perspectivas deprimentes para el futuro.
Para apoyar lo dicho más arriba sobre la energía, existen sólidas pruebas estadísticas que muestran las ventajas sociales de aumentar el consumo energético. Por ejemplo, los países que consumen mucho, como Estados Unidos, los países europeos y Japón, tienen mayor esperanza de vida, menor mortalidad infantil, una educación más extendida y más libertad política que los que consumen menos energía, como China, India o Afganistán. El aumento del consumo energético se traduce asimismo en la reducción de los índices de natalidad, un factor importante de estabilización en un planeta con recursos limitados. Podría incluso decirse que existe una obligación moral de lograr que haya un aumento drástico del consumo energético en los países en pleno desarrollo.
En épocas anteriores, el cambio era lento, en términos relativos. La migración de los pobres de las zonas rurales hacia las ciudades en las que estaban los ricos urbanos fue una cuestión de siglos. En la actualidad, ese mismo proceso de urbanización -otro barómetro de la utilización de energía- puede medirse en decenios. La velocidad del cambio se ha multiplicado por diez, y ha añadido otra dimensión, que es la desesperada sensación de urgencia.
En una ocasión dije que la sostenibilidad no era cuestión de modas sino de supervivencia. En el contexto de esta gran perspectiva, hay muchas preguntas relacionadas que reclaman nuestra atención. Por ejemplo, ¿está usted convencido, después de ver las pruebas, de que hay un cambio climático, o es usted escéptico? ¿Alcanzarán las reservas de petróleo su nivel máximo pronto, o tardarán aún un tiempo? ¿La fuente futura de energía será el gas natural, la energía nuclear, la geotérmica, el viento, las mareas o las células solares? ¿Será alguna de éstas, o tal vez todas, o alguna otra que todavía no está inventada?
Pese a lo críticos que son estos y otros aspectos, hay un titular que destaca por encima de la letra pequeña. Es un mantra que se repetirá de distintas formas: la absoluta necesidad de que, como sociedad mundial, seamos capaces de conseguir más con menos. Eso significa que nuestros edificios no sólo deben consumir menos energía sino que deben producir cero carbono y cero residuos. Mejor todavía, deberían recoger más energía de la que necesitan para devolverla a la red eléctrica de forma que pueda beneficiar a todos.
Sabemos que, con la suficiente masa crítica, los edificios nuevos pueden cumplir estos ideales de rendimiento. Entonces, si nuestra hada madrina agitara su varita mágica y transformase todos nuestros hogares y nuestras oficinas en esos modelos de sostenibilidad, ¿se acabarían nuestros problemas? Por desgracia, no. La razón es que, en una sociedad industrializada, los edificios consumen más o menos el 45%, de la energía, pero esa cifra sube al 75% cuando se añaden los movimientos de personas y bienes entre unos destinos y otros. La respuesta para un futuro sostenible, por consiguiente, está en la fusión entre arquitectura e infraestructuras, entendiendo por esto último una combinación de carreteras, espacios cívicos, transporte público y estructuras varias que constituyen el entramado urbano y unen unos edificios con otros. En su variante más densamente poblada, esta mezcla se llama ciudad; en su versión más extendida, se define probablemente como megarregión.
En la relativa estabilidad de nuestra sociedad occidental, tendemos a ver nuestras ciudades como algo relativamente estático, cuando, en realidad, sufrimos las consecuencias de la sigilosa expansión de las zonas urbanas hacia las afueras. Por el contrario, en las economías emergentes, están creándose ciudades enteras a un ritmo frenético, y sus ciudades actuales están creciendo de forma explosiva y convirtiéndose en megaciudades de una dimensión totalmente nueva.
El reto actual es que haya más urbanización y la energía utilizada sea mucha menos y más limpia. Ésa es la única forma de igualar los niveles de vida en todo el mundo y, al mismo tiempo, mantener la calidad de vida que disfrutamos los más privilegiados, que constituimos, según ciertos cálculos, sólo la mitad de la humanidad. Recordemos que casi el 40% de la población mundial no posee servicios sanitarios, el 25% carece de electricidad, el 17%, de agua potable, y un tercio vive en barrios de chabolas.
Para simplificar, propongo tres posibles situaciones que es preciso abordar, enmarcadas en forma de preguntas. La primera está relacionada con el diseño de esas ciudades nuevas que están creándose desde cero. ¿Qué forma deben adoptar, si tenemos en cuenta las cosas que han superado, o no, el examen de la historia? La segunda perspectiva afecta a nuestras ciudades actuales. ¿Cómo se adaptan a los nuevos desafíos ambientales? ¿Cómo las modernizamos para adaptarlas a los cambios y las nuevas necesidades ya visibles? La tercera pregunta se refiere a las zonas residenciales de las afueras, las interminables redes de carreteras y la extensión sin fin de los barrios poco poblados a los que sirven. ¿Qué futuro tienen? Aunque restrinjamos su proliferación, sigue existiendo la realidad de su presencia actual. ¿O también ellas están transformándose empujadas por las fuerzas del cambio?
Al principio de este texto mencionaba "dos pasos importantes" y decía que el primero era comenzar por las realidades evidentes. El segundo paso nos devuelve a la bola de cristal y su mirada al futuro. Muchas voces han asegurado que, si queremos mirar hacia adelante en el tiempo, antes debemos mirar atrás. Se supone que veremos las pautas y tendencias pasadas y eso nos permitirá comprender mejor las situaciones y tener más probabilidades de éxito en nuestros planes para el futuro.
La historia del automóvil y las redes de carreteras desarrolladas para su circulación es nueva; poco más de un siglo, que no es nada. Podría decirse que no es más que una faceta en la evolución de la movilidad creciente de nuestra sociedad, una tendencia que previeron, muy por delante de su tiempo, escultores, pintores y escritores de épocas pasadas. Su forma material consistió en el nacimiento y la proliferación sucesiva de barcos cada vez más veloces, los ferrocarriles y los aviones subsónicos.
Si observamos la tierra de día desde uno de esos aviones, podremos dividir los asentamientos urbanos que vemos entre dos tipos. El primero es el de las ciudades densamente pobladas, que se alzan desde el suelo, y el segundo, un dibujo de barrios de casas bajas, aparentemente infinitos, que se extienden a partir de ellas. Si tuviéramos una guía y pudiéramos identificar esas ciudades por su nombre, seguramente encontraríamos que son históricas, compactas y procedentes de una era en la que los espacios cívicos estaban diseñador para el peatón o los vehículos tirados por caballos. En comparación, los barrios de las afueras son prácticamente nuevos, creados por y para el automóvil. Las Autobahns se construyeron en nombre del progreso militar en Alemania en los años treinta, y, veinte años después, en el apogeo de la guerra fría, un acto legislativo paralelo puso en marcha un programa similar en Estados Unidos.
Cuando se pone el sol y se hace de noche, podemos ver los asentamientos que están allá abajo definidos por dos tipos de luces artificiales. Una luz, la que procede de los edificios, es estática, mientras que la otra, de los vehículos, está en movimiento perpetuo, aunque de forma entrecortada en los centros de las ciudades congestionadas, que hacen hueco como pueden a los automóviles que han sustituido a los coches de caballos. Más allá del centro, las caravanas de luces recorren grandes distancias, hasta el siguiente centro urbano. La expansión urbana que une un centro con otro es la megarregión, fundamentalmente residencial pero, muy de vez en cuando, salpicada de centros académicos e industrias del conocimiento. En ocasiones, la cinta de luces se detiene de pronto, como consecuencia de una horrible colisión en la carretera; el equivalente a una obstrucción en una arteria vital del cuerpo humano.
Imaginemos que nuestro avión sale de Detroit, cerca de esas carreteras que, como anillos concéntricos, van extendiéndose desde el centro de la ciudad hacia los barrios infinitos de casas bajas. Detroit fue en un tiempo el centro industrial y próspero del Medio Oeste, la cuna del automóvil en Estados Unidos. En los últimos 50 años, la ciudad ha pasado de su cénit productivo a un declive terminal, perjudicada por el cambio de la demanda en el consumo, que a su vez se debe a la pérdida de liderazgo en el diseño. O, para decirlo de otra forma: la incapacidad para adelantarse y adaptarse al cambio. Al salir de Detroit nos damos cuenta de que hasta tal punto es la esencia de la ciudad extendida y basada en el coche que su apodo es, apropiadamente, "Motown".
Ese mismo día, gracias a una diferencia horaria de seis horas, llegamos a Copenhague, una típica versión de la ciudad compacta europea que fue la inspiración para las primeras ciudades de Estados Unidos, como Boston, y otras variaciones de la cuadrícula como San Francisco. En el espectro de densidad de población, Copenhague ocupa un lugar intermedio, con casas bajas y un desarrollo que favorece al peatón, buen transporte público y el uso generalizado de la bicicleta. Como sus equivalentes en otros países, Copenhague obtiene puntuaciones muy altas entre las ciudades con una calidad de vida más deseable.
Al margen de las comparaciones ambientales (el corazón de Detroit está tan trágicamente degradado que la naturaleza se ha apoderado del 30% de los barrios del centro), lo más significativo es la comparación en el uso de la energía. Copenhague tiene el doble de densidad que Detroit pero utiliza la décima parte de gasolina.
Históricamente, las ciudades estadounidenses eran más fieles al espíritu del modelo europeo y no dependían tanto del coche. En los años veinte había 1.200 sistemas de tranvías callejeros -un tranvía por cada 2.500 personas- y el 80% utilizaba ese transporte público limpio. Fue una subsidiaria de General Motors, la compañía nacida en Detroit, la que, 30 años después, compró y destruyó más de 100 de esos sistemas en 45 ciudades. Ese hecho coincidió con la iniciativa del Gobierno para construir la inmensa red de autopistas interestatales a la que me refería más arriba. Otro dato interesante es que, al acabar el siglo XIX, había en las carreteras de Estados Unidos más coches de los eléctricos que de los de gasolina y tubos de escape contaminantes.
En el gran orden de cosas, las ciudades compactas y densamente pobladas son mucho más sostenibles que cualquier metrópoli desparramada, y los datos estadísticos lo demuestran de manera espectacular, si pensamos, por ejemplo, en el bajísimo consumo de energía de Hong Kong y Mónaco. Manhattan es un ejemplo estadounidense de diseño sostenible, con su pulmón verde en Central Park, barrios adaptados a los peatones, un escaso número de vehículos particulares y un excelente sistema de transporte público. No es casualidad que esta ciudad, con su concentración y su diversidad de usos y oportunidades, esté experimentando un periodo de prosperidad económica, mientras que las comunidades monoculturales suburbanas sufren dificultades económicas y pérdidas de empleo y de viviendas.
En consecuencia, si miramos por el espejo retrovisor, ¿qué hemos aprendido que podamos aplicar al diseño de las ciudades nuevas para el futuro en la primera posible situación que planteaba antes? Como los mejores ejemplos históricos, esas ciudades deberían ofrecer una rica mezcla de espacios para vivir, trabajar y disfrutar del ocio, con una combinación de intimidad y sentimiento de comunidad. Se daría gran importancia a los espacios peatonales de calidad, con los mejores parques y las mejores plazas y avenidas urbanas. Como los espacios exteriores se utilizarían de día y de noche, la ciudad ideal no sólo debería ser un lugar deseable sino también seguro. Los niños podrían ir al colegio a pie o en medios de transporte públicos limpios y seguros.
Ahora bien, habría diferencias importantes entre estas nuevas ciudades y los mejores ejemplos del pasado. Las nuevas ciudades tendrían espacios debajo de las calles peatonales por los que transcurriría el tráfico, con el consiguiente desvío de las congestiones y la contaminación. Esos espacios incluirían además una nueva forma de organizar las alcantarillas, las conducciones y los cables tradicionales que hoy discurren enterrados bajo nuestras ciudades. En el esfuerzo para producir cero carbono y cero residuos, todos los residuos que produjéramos se tratarían para generar energía. Del mismo modo, el agua, una materia cada vez más valiosa, se reciclaría para regar parques y cosechas. Por supuesto, sería posible recoger agua de lluvia como parte de una estrategia integral hacia la sostenibilidad. Las leyes armonizarían todos los edificios para que cada uno hiciera su propia aportación energética a la comunidad.
Se extraerían lecciones valiosas de los edificios y espacios exteriores concebidos antes de que hubiera una energía barata capaz de transformar artificialmente el entorno independientemente de su diseño. Podría decirse que la generación actual de edificios, relativamente reciente y concebida cuando la eficacia energética no era un problema fundamental, son los equivalentes arquitectónicos a los automóviles devoradores de gasolina que acabaron arruinando Detroit. Y este aprovechamiento de las tradiciones pasadas va unido además a la importancia de aplicar las tecnologías más avanzadas para la obtención de energía. Al diseñar contando con la naturaleza y las fuerzas naturales, sería posible alcanzar niveles de comodidad superiores con un consumo energético menor. Otro ejemplo más del mantra de conseguir más con menos.
Sólo nuestra hada madrina podría predecir qué maravillas científicas aún no inventadas nos propulsarán hacia el futuro. Seguramente, la iniciativa saldrá de China, que, según muchos, se encamina, inexorable, a convertirse en una sociedad de la innovación. Mientras tanto, por ahora, las células fotovoltaicas van por delante de todas las demás opciones a la hora de obtener más por menos. Veamos una comparación basada en el uso de un metro de superficie y la energía que puede generar al cabo de un año. Si ese terreno agrícola o bosque se utiliza para cultivar biomasa, producirá el equivalente a 2 kilovatios por hora durante un año. Las turbinas eólicas pueden estropear el paisaje y la costa o dominar el perfil de la ciudad para producir un mínimo de 5 kilovatios en la ciudad y un máximo, en el mar, de 30 kilovatios por hora. En cambio, las células solares, incluso en su actual estado de desarrollo incipiente, producen hasta 172 kilovatios por hora.
No es extraño, pues, que el ganador de un premio suizo para fomentar el uso de la energía solar fuera un proyecto que utilizaba una combinación de células solares y aislamiento. Esta vivienda, muy modesta, conseguía cubrir sus necesidades energéticas y tener además un excedente del 82%. En nuestro proyecto de Masdar, que estamos llevando a cabo con estudiantes en el desierto de Abu Dhabi, sabemos que el excedente energético del 60% es posible sólo gracias a la instalación solar de 10 megavatios situada junto al complejo.
La iniciativa de Masdar combina una serie de audaces experimentos para trazar una vida más allá de los límites de las fuentes de energía conocidas. Intenta anticiparse a un futuro que algunos, con cierta aprensión, hemos tratado de predecir.
En mi primera posibilidad de modelo de ciudad futura ideal, hablo de limitar el vehículo a una zona subterránea. ¿Pero y si el coche se convirtiera en un vehículo blando y en armonía con los peatones? Imaginemos que pudiera moverse entre nosotros y transportarnos de manera compatible por los espacios peatonales, que diera vida a esos espacios pero no fuera una amenaza contra quienes los disfrutasen.
Empezamos a aproximarnos a la respuesta a mi segunda pregunta: ¿cómo adaptamos nuestras ciudades actuales para que sean más deseables y consuman menos energía? Desde luego, aprovechando lo que ya tienen de bueno. Por ejemplo, nuestro plan para la londinense Trafalgar Square, en el que se trataba de trasladar la prioridad del coche al peatón, sólo fue posible gracias a un estudio de los movimientos de tráfico de ámbito metropolitano. Londres, como otras ciudades, está restringiendo el uso de los coches convencionales y fomentando versiones más limpias, en una evolución paralela a los cambios en la industria del automóvil.
La última pregunta que aún queda es la referida a mi tercera posibilidad: ¿qué hacemos con los barrios de las afueras? Es evidente que constituyen el modelo insostenible de una forma de vida consistente en continuos trayectos de coche y el correspondiente consumo de gasolina. Algunos siguen diciendo que son la clave de un futuro en expansión y a veces mencionan el área de la bahía de San Francisco, con su concentración de empresas como Apple, Google, Hewlett Packard y otras, que brotaron del catalizador presente en la zona: la Universidad de Stanford. La prosperidad de esta megarregión contrasta con la pobreza del área metropolitana de Detroit: un sector está viviendo su ocaso mientras que otro anuncia el amanecer de unas posibilidades futuras desconocidas.
Recuerdo haber dicho una vez que, si uno quería ver el futuro, debía fijarse en China (ahora habría dicho también India). Con su frenético ritmo de urbanización, ¿adoptará el modelo sostenible que he defendido? ¿O seguirá un modelo ya obsoleto de megalópolis dependiente del coche, un lugar en el que, en términos humanistas, "no existe un ahí"?
Para no quedarnos sólo con lo positivo, imaginemos que Oriente, en pleno progreso, no aprende algunas de las lecciones de Occidente. Recuerdo como eran Shanghái y Pekín, dominadas por la bicicleta, e intento conciliar esa imagen con la predicción más negativa. China, hoy el mayor mercado de coches nuevos, tiene el honor de haber sufrido el mayor atasco de tráfico de todos los tiempos. Se calcula que 10.000 camiones estuvieron prácticamente detenidos durante 11 días en una distancia de 90 kilómetros. ¿Es un presagio de lo que nos espera?
Creo que la realidad será otra. China es el país del mundo que más invierte en ferrocarril de alta velocidad, un auténtico renacimiento del tren. Espero que aprenda de Occidente, de sus fracasos tanto como de sus éxitos. Esto nos deja una última pregunta, sobre el destino de los barrios de las afueras y su dependencia total del coche. Con la tecnología existente ya hoy, que permite saber a cada conductor cómo ir de un sitio a otro con una pequeña pantalla, no queda mucho para que los movimientos de los vehículos se regulen como se regula el tráfico aéreo. Antiguamente, los aviones eran libres de moverse por el cielo a voluntad. Por razones de seguridad y gracias a los avances de la tecnología, surgieron leyes que controlan la circulación de los aparatos y las distancias de separación adecuadas, y todos los pilotos supeditan sus decisiones a las de una autoridad superior.
Es un paso relativamente pequeño que los coches adopten ese mismo modelo y sus conductores se subordinen a un régimen que controle más las velocidades y las trayectorias. En esa situación, la red de carreteras actual podría duplicarse o triplicarse y los accidentes prácticamente desaparecerían. Los conductores, liberados de tener que controlar la navegación, la velocidad y la separación de otros vehículos, podrían disfrutar de un trayecto sin tensiones. En una ocasión dije que los historiadores futuros quizá estudien nuestra época y se pregunten cómo tolerábamos nuestro tráfico actual, del mismo modo que nos preguntamos cómo toleraban las ciudades antiguas tener unas calles que eran alcantarillas al aire libre.
Si lo que digo parece inverosímil, recuerden que Google ha hecho grandes inversiones en tecnología de coches robot. En las pruebas realizadas, siete coches circularon 1.500 kilómetros y se movieron por ciudades sin intervención de seres humanos. En esas mismas pruebas, los coches recorrieron en total más de 200.000 kilómetros con una intervención humana ocasional. En la iniciativa de Masdar que he mencionado, existe ya una pequeña flota de coches no pilotados que se mueven por debajo de los peatones. Será interesante ver si estas nuevas tecnologías desembocan en una reinvención de las zonas suburbanas que vaya paralela al ascenso de la ciudad.
En todos estos debates, ¿qué futuro tiene el arquitecto? Aislado, el arquitecto no tiene más poder que el de tratar de convencer. Si embargo, a diferencia de otras profesiones especializadas, el arquitecto puede tener una visión más integral y puede desempeñar un papel más crucial dentro de los equipos multidisciplinares que se necesitarán para abordar estos temas en el futuro. ¿Será posible que esos equipos salten a primer plano y evolucionen a través de una colaboración entre el sector privado y los políticos en forma de unas consultorías de nuevo tipo que no existen en la actualidad? ¿Es posible que esas consultorías se desarrollen a partir del mundo de la arquitectura, o saldrán de la ingeniería? Yo tengo mi propia opinión al respecto, pero eso será tema de otro artículo. En cualquier caso, es un desafío apasionante.
Fuente: http://www.elpais.com
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