jueves, 2 de junio de 2011

Souto de Moura, un premio «Pritzker» en blanco y negro

Mi tía Conchita siempre decía que nos dejáramos de pedir Gibraltar y que pidiésemos Portugal, que se veía tan claro que era nuestro en el mapa. Yo pido a menudo lo contrario, que nos invadan ellos. Tan educados, tan pensativos, tristes, tan sensibles? En mi último viaje comprobé que los coches rojos siempre eran españoles, los suyos grises, brancos y pretos, siempre discretos. Como las teselas que forman las alfombras de pavimentos, blancos y negros.
Mi primer viaje a Oporto ya fue buscando a este grupo de arquitectos, al maestro Távora, con quien casualmente coincidí, que falleció hace pocos años y que llevó la arquitectura racional a mezclarse con los azulejos lusos y enganchó a Siza Viera con esta droga. Álvaro Siza (maestro de Souto) ya consiguió el «Pritzker» hace años, ustedes lo conocerán por el magnífico Museo de Arte Moderno de Santiago y sus jardines de Bonaval, mas lo mejor de él allí en Porto y Matosinhos, qué lujo el Boa Nova entre las rocas. El «Pritzker», lo que viene a ser el Nobel de la arquitectura, vuelve a Portugal, esta vez a la obra de Souto de Moura, lo que confirma el enorme valor de este fermento que, hecho entre estos pocos amigos a la orilla del Duero, ha servido para dar pan al mundo entero.
Eduardo Souto de Moura (Oporto, 1952) entró en nuestras vidas, también en blanco y negro, con las primeras fotos a través de revistas especializadas, en las que contrastaba su racionalismo blanco con unas ruinas de piedra abandonadas. La pureza del blanco enfrentaba, o conciliaba, su modernidad con la arquitectura que salía de la tierra y que parecía construir las palabras que se respiran en Torga: la cultura como la casa del pueblo pero con las ventanas abiertas al aire de lo universal. Pero en Souto, este contextualismo, más presente en otros portugueses, se decanta muchas veces por el rigor, lo puede la geometría. Su obra es resueltamente universal, platónica, y me viene a la cabeza aquella casa de las primeras en el Algarve que, sobre el rigor miesiano dejaba aparecer en la cubierta, media esfera, una pirámide y un cubo iluminista.
Souto de Moura es más europeo, más Manoel de Oliveira, al que le hizo también su centro portugués. Pero también, y mucho, californiano, Study Houses, Craig o Neutra. El «Pritzker» más reciente se pregunta, se pregunta y contesta cada vez que construye. Y se contextualiza cuando el lugar así lo precisa y se contiene, cómo no, cuando restaura un convento para pousada, cuando entierra bajo el suelo y las piedras una casa. Pero aparece limpio, peinado por ese viento atlántico, cuando levanta oficinas en hierro en Oporto. Su campo de fútbol en Braga, muy premiado, me resulta muy rígido en su encuentro con las rocas del costado, no deja mucha poesía para los hinchas. Otras veces, en sólo una piscina de una casa, en unas duchas, en un centro cultural que al entrar bajas, en proyectos pequeños derrocha gracia. Souto de Moura no construye casitas, construye planos que se abren, se apoyan, se extienden para hacer suyo el entorno, no dibuja ventanas, son paños de vidrios que tapan frentes por los que el espacio entra y escapa. Qué bonito era aquel mercado en Braga, una sala hipóstila, un plano suspendido, y el aire pasa. Más reciente, en el Museo de Cascais, vuelve a la casa del Algarve pero las pirámides que sobresalen están truncadas y estiradas y no se apoyan en especiales momentos de la planta, y es rojo, algunas de sus obras ya no son negro y blanco.
Com licença les digo que al principio sus maquetas ya eran casas, ahora algunas de sus casas son maquetas en las que últimamente ya dibuja ventanas, edificios complejos, planos oblicuos, en vez de cubos trapecios, casas invertidas, inclinadas, inestables? Es una estrella, por eso puede hacerlo y por ello, por su investigación y celo, ha sido galardonado con este premio.
Eduardo Souto de Moura estuvo en la primavera de 1996 en Oviedo, invitado por el Colegio de Arquitectos cuando Miguel García-Pola llevaba de manera brillante los asuntos culturales. En Oviedo abarrotó, mayormente con compañeros de profesión, el salón de actos de la Escuela de Minas y habló de «Dos casas en Portugal: Casa en Baião y Casa a Dadim», desmenuzando ambos proyectos con mucho material gráfico. No sé qué razón adujo Miguel para pedirme que hiciera de cicerone con el maestro. Accedí encantado y así, al día siguiente de la estupenda conferencia, lo recogimos en el hotel (mi colega Macario G. Astorga y yo) y desayunamos en el Rialto para luego encaminarnos al Naranco. Allí había un grupo de gente esperando para ver el edificio y, desconocedor de a quién tenía delante, un profesor de Construcción de la Escuela de Arquitectura de Madrid se erigió en maestro y se puso a explicarnos a todos cómo funcionaba el edificio. Cuando terminó, le fuimos diciendo nuestros nombres y quedó para el final un pausado Souto de Moura, ante cuyo nombre el de Madrid soltó un sonoro taco a modo de disculpa y todos reímos. Le gustó mucho nuestra joya prerrománica y comentó cómo, por el relieve de los dipeos y sogueados, el edificio debería estar encalado para morir el revoco contra la piedra.
Luego subimos a Lillo. Quizá por la emoción, pero recuerdo gran parte de las conversaciones del día. Como otras veces me ha pasado, a mayor grandeza del personaje, mayor bondad de corazón y cercanía. Nos habló de sus primeros trabajos de urbanismo en Asia (Macao creo recordar), que sin ser su pasión tuvo que hacer empujado por Siza (además de maestro, suegro). Comentó que él también organizaba conferencias en Porto y cómo a veces acababan en el pazo de Fernando Távora cenando con los conferenciantes (estaba muy preocupado, por cierto, por quién pagaba la comida, si nosotros o el Colegio).
Hablamos de Stirling, que había estado en ese escenario portugués, yo lo ubiqué en el entorno arquitectónico en el que aquí nos desenvolvemos poniendo de ejemplo cómo, y es cierto, al fallecer Stirling un periódico de aquí tituló: «Muere el arquitecto Stirling deja mujer y tantos hijos?» Nos reímos mucho con la necrológica de aquel que también era un premio «Pritzker».
Fuimos a Avilés y vimos el mercado Hermanos Orbón, ya que para hacer su restauración yo me había inspirado en su mercado de Braga en el concurso y él, educado, lo elogió mucho. Luego comimos en la Fragata, en los arcos de San Francisco; allí recibió una llamada en la que, nos explicó, le comunicaban que querían «destrozar» su edificio de Braga para hacer un centro cultural, a lo que no estaba dispuesto (luego accedió como pude comprobar publicado en color).
Discutimos sobre la visita real a los edificios frente a las imágenes publicadas, elogió enormemente la obra de Barragán (otro «Pritzker») en México en directo, incomparable, aun superior a las fotos, y también otras como la casa de Gehry (premio «Pritzker» también) de la que no esperaba tanto por las imágenes publicadas y le sorprendió enormemente cuando la vio.
También nos contó, con ese hablar pausado y lleno de sorna, que la mayoría de los matrimonios que le habían encargado aquellas primeras viviendas unifamiliares de Oporto con las que nos enganchó a todos acabaron en divorcio, lo que él atribuye al hecho de que a veces la arquitectura no se entendía y ése era un esfuerzo grande que la relación conyugal no soportaba. Hablamos también de la Escuela de Porto, una pequeña joya de Siza en la que yo había estado y me parecía la Arcadia, donde él había impartido clase pero que ya por aquel entonces había dejado y comentaba la diferencia de medios comparado, por ejemplo, con Laussane donde seguía impartiendo de vez en cuando cursos. Al hablar Suiza pasamos a referirnos a arquitectos como Herzog (otro «Pritzker»), a quien había conocido recién titulado con una beca que ambos habían disfrutado y que ya entonces, según él, tenía la vocación de estrella arrolladora que luego fue.
Como ven, además de un genio, Eduardo es también una persona, pessoa que dirían los portugueses, y como el gran escritor, múltiple y complejo, y por tanto imposible de dejar aquí resuelto en este breve texto. Muito obrigado.


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