jueves, 12 de abril de 2012

Hacer menos pero mejor

Hace apenas dos semanas, Luis Fernández-Galiano ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero muy bien podría haber ingresado, a la vez, en la Real Academia Española y acaso se ha dejado este reconocimiento para una próxima vez.
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Si se trata de sus méritos en Bellas Artes, Fernández-Galiano lo ha escrito y hablado prácticamente todo sobre arquitectura. Es catedrático de Proyectos en la Escuela de Arquitectura de Madrid y director de la revista AV/Arquitectura Viva desde 1985. Ha impartido lecciones en Yale, en el centro Getty de Los Ángeles, en Harvard, en Princeton, etcétera.
Ha dirigido cursos en las universidades Menéndez Pelayo y Complutense, ha sido comisario en diferentes exposiciones tanto en Tokio como en Madrid y, en fin, nos aburriríamos todos si continuara enunciando sus méritos y su incesante dedicación al trabajo de alta calidad.
Un aspecto, sin embargo, resulta clave en su biografía profesional y es que siendo arquitecto no ha construido edificios palpables o, exactamente, ha edificado incomparablemente más con la palabra que con los ladrillos, más con una clase de literatura esencial que con trazos sobre un tablero o un iMac de funciones dirigidas a diseñar y proyectar.

Basta leer cualquier pieza suya para extraer  la convicción de que son obras de un poeta
Aclarada esta dedicación orientada a tratar la arquitectura como un artefacto por escrito, Fernández-Galiano lo sabe prácticamente todo. Lo sabe porque no se rinde a ignorancia alguna y lo sabe, como sabe de casi todo. Lo sabe por un extenso linaje, puesto que uno de sus abuelos, Emilio Fernández-Galiano, histólogo, fue académico de la Lengua y de Medicina. Pero también fue académico su padre en Medicina y, sus tíos Manuel, helenista; Emilio, botánico, y Antonio, iusnaturalista, en las Academias de la Lengua, de Farmacia y de Jurisprudencia y Legislación, respectivamente.
No cabe duda de que la Academia le viene de la misma estirpe familiar y, sin embargo, lejos de perorar solo en esos foros de mucha alcurnia intelectual empeñó nada menos que 14 años, de 1993 a 2006, en escribir cientos de páginas sobre arquitectura en este diario.
Y lo hizo, de tal modo siendo yo su asiduo escudero, que Rafael Moneo subrayó esta servicial y extraordinaria labor en su discurso de contestación en el solemne acto de ingreso.
¿A qué tanta afición por las publicaciones fatalmente periódicas cuando tanto la Universidad como la Academia son de supuesta naturaleza tan maciza como eterna? La respuesta es que su formación enciclopédica se dibuja como una pirámide en el vértice de una luciente poesía que con extrema facilidad se inspira en el filo de la actualidad.
Basta leer cualquier pieza de Fernández-Galiano, un artículo, una crítica, una página de información para extraer la convicción de que son obras de un insobornable poeta. Un Gaston Bachelard podría haber sido su santo patrono en algunas de sus privadas oraciones circunstanciales y una mística general del verso le habría acompañado ineludiblemente en la redacción de sus colaboraciones de prensa.

Al final sucumbimos al magisterio que regala este tipo excepcional, tan valioso antes y ahora
A las obras de Bachelard sobre la tierra, el aire, el tiempo, la duración o el fuego, Fernández-Galiano invoca y desafía con su tesis El fuego y la memoria. Sobre arquitectura y energía, traducida al inglés y reinterpretada muchas como un tratado seminal, tanto científico como literario. O esto me parece a mí y a un buen puñado de gente más.
Literatura y ciencia parecen dos formas tan bien avenidas en la obra de Fernández-Galiano que aluden sin proponérselo a las ambivalencias constantes en la misma vida del alma. Y ahora, aunque sea manipularle un poco, este nuevo académico dijo en su discurso de ingreso: “La renuncia a lo superfluo en la arquitectura y en la vida puede ser… una fuente de belleza y de placer: más allá de una lógica económica y termodinámica (…) la depuración de las demandas y los deseos es una gimnasia estética y ética que produce tantos frutos saludables en el ámbito físico como en el inmaterial. No otro es el motivo por el cual nos fascinan las arquitecturas anónimas hijas de la necesidad, o las artes primeras donde materia y asombro cristalizan en formas esenciales”.
O todavía más, a modo de un bisel musical de la misma idea dice sobre la crisis actual: “Haciendo de necesidad virtud, la arquitectura atmosférica (nada menos) procura un uso responsable de los recursos escasos, y al tiempo recobra el placer táctil de las fluctuaciones térmicas, la humedad ambiente o el movimiento del aire, abandonando la costosa y narcótica homogeneidad moderna para recuperar procedimientos de la construcción tradicional que, con menor complejidad técnica e inferior consumo energético, mantienen el confort sin dejar de suministrar estímulos sensoriales a cuerpos que habían olvidado el gozo del sol o la brisa en la piel, prefiriendo una penumbra tibia al brillo cegador de la razón mecánica”.
¿Un tipo frío, espartano y todo espiritual Fernández-Galiano? Las pruebas caligráficas sobre su sensibilidad carnal chocan con la muy severa y hasta flagelante disciplina que se exige y exige para cualquier clase de conocimiento, sea mental o visual, sea como pensador o como editor.
Su hedonismo hecho escrito puede oponerse a su mismo porte estricto y a su aire de implacable juez de lo malo, lo grosero o lo banal. Puede ser, pero lo cierto es que si Fernández-Galiano nunca pierde la compostura su prestancia valdría lo mismo para una fina ceremonia religiosa que para una regia y exquisita bacanal.
Sin embargo, expresándose en las letras de arquitectura llega a decir, al estilo de José Ángel Valente o Jorge Guillén, palabras como estas: “El arte atmosférico, con su delicada atención al control climático, a lo táctil y a lo térmico, entra en resonancia en la arquitectura con una extensa tradición crítica que ha explorado la fisiología de los edificios con preferencia a las habituales consideraciones anatómicas: una tradición en la que el aire o el agua tienen tanta importancia como la piedra, el vidrio o el acero”.
De lo cual se concluye ¿cómo no hacerse arquitecto para llegar a pensar y sentir así? ¿Cómo no amar la arquitectura? Sus alumnos temen (le tememos todos), no cabe duda, su rigor pero admiramos sus discursos y al final sucumbimos al magisterio que regala este tipo excepcional, tan extraño en nuestro tiempo, tan valioso antes y ahora, aquí y allá.
¿Académica de Bellas Artes? Todas las Artes poseen, al cabo, como patrón universal el lenguaje mediante el cual se dan a conocer. Pero también todas las ciudades posibles se compendian en el modelo ejemplar de lo que Fernández-Galiano llama la ciudad compacta mediterránea. Ámbito donde los habitantes se cruzan y pueden saludarse, donde los flujos afectivos son más fáciles y donde, al cabo, gracias a esa equilibrada concentración el precio de los servicios se reduce.
Y dijo en el apocalíptico salón de la Academia: "En esta tesitura histórica, la revolución digital no salvará los muebles de la ciudad física, que debe abandonar el modelo de la Babel horizontal si no quiere poner en riesgo el futuro de nuestra especie en el planeta, y abrazar la alternativa de la densidad como algo que, libre de sus asociaciones negativas a la contaminación y a la congestión, puede efectivamente ofrecer una forma de habitar el mundo más responsable y sostenible: una manera de vivir juntos más eficaz en lo económico, más estimulante en lo cultural y más gratificante en lo afectivo".
Esta ciudad, no por casualidad blanca, forma parte también del lado más soleado de este nuevo académico que si de un lado la historia lo ha encumbrado, de otro una y otra vez se mete en los fangos de la política, se implica en los conflictos ordinarios y se resuelve al fin en la breve duración de un periódico que, por si no fuera ya bastante, ha ocupado durante muchos años el centro mismo de su segunda, tercera o enésima vocación.
Fuente:http://elpais.com/

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