La editorial Gustavo Gili sistematiza en 'Apuntes sobre 21 obras' la visión de la arquitectura, sobria y elegante, de Rafael Moneo, Premio Pritzker 1996
Se puede triunfar en la vida siendo de Tudela? La pregunta tiene bastante de impertinencia. Acaso porque esconda un prejuicio extendido, casi aldeano, que acostumbra a relacionar el éxito con la presencia social en las urbes, territorios de las hazañas contemporáneas. Habría que responder: depende. ¿De qué? No tanto del lugar donde nazcas -que esto al fin y al cabo no lo elige nadie- sino de cómo seas. Y de lo que, vengas de donde vengas, seas capaz de hacer.
Si se analiza la trayectoria de Rafael Moneo (Navarra, 1937), se cae en la cuenta de que la célebre broma cruel de Baroja -"el pensamiento navarro no existe porque ambos elementos son incompatibles; o es pensamiento o es navarro"- tiene al menos una honorable excepción en la figura de este hombre de 73 años que se caracteriza, en su vida y en su trabajo, por la discreción, la sobriedad y un extraño sentido del decoro bastante singular en estos tiempos en los que cualquiera aspira a esculpir en piedra las hazañas minúsculas de su vida diaria gracias al espejismo de las redes sociales.
Moneo todavía conserva algo de artesano. Elegante. Humano. Casi invisible, salvo a la hora de trabajar. Algo admirable si se tiene en consideración que es el único arquitecto español que está en la lista de los Pritzker, algo así como el Nobel de su disciplina. Una división de élite donde rara vez suele hablarse castellano, sino inglés, alemán y otros idiomas continentales e insulares. En la que casi todos forman parte de la jet set arquitectónica, selecta minoría que acostumbra a trabajar en serie y por la que cualquier alcalde con aspiraciones se derretía hasta hace apenas unos años para poder "poner a su ciudad en el mapa".
La concepción de la arquitectura de Moneo es opuesta a esta obsesión por la espectacularidad. Quizás por eso es doblemente importante que su prestigio global haya sido obtenido sin tener que renunciar a una forma de entender su profesión que tiene como atributos la humildad -es un arquitecto que acepta las críticas como una parte más del proceso- y una voluntaria y consciente ausencia de retórica. Sencillez aparente, lograda tras horas de trabajo, análisis y creación.
De la singladura de Moneo da ahora cuenta un volumen de casi 700 páginas que la editorial Gustavo Gili publica con la intención de que sea el propio arquitecto navarro quien explique su obra. ¿Un ejercicio de egocentrismo disfrazado de falsa modestia? Puede. Aunque lo cierto es que para poder juzgar fielmente su trabajo es necesario investigar cuáles fueron sus sensaciones a la hora de enfrentarse a sus encargos, algo imposible si el creador no se confiesa o, como sucede en el caso de Apuntes sobre 21 obras, que es el título de la monografía, no escribe sus impresiones.
De Moneo no existía ninguna obra con este planteamiento. A lo sumo, algún que otro dossier de revistas especializadas -Croquis, Arquitectura Viva- que parecían ser insuficientes para sistematizar su forma de entender la arquitectura. El libro de Gustavo Gili viene a cubrir este hueco, aunque permite al arquitecto que su autobiografía profesional -la vital es otra cosa- sea fruto de sus propios retoques, pues únicamente es él mismo quien, igual que como profesor -lo ha sido en Madrid, Barcelona, Harvard o Pricenton- ha juzgado las obras de otros colegas, haga la exégesis de sus trabajos partiendo de la base de que, después de cuatro décadas de ejercicio, los problemas a los que se ha enfrentado son en realidad los de toda su época.
La pretensión tiene bastante de ambiciosa. Pareciera además chocar con el tono de su propia arquitectura, donde el clasicismo y la modernidad logran darse mano en una síntesis tan limpia que a veces da la sensación de que sus obras han estado siempre justo allí donde se ubican, siendo en realidad propuestas particulares cuya virtud es volverse enseguida generales. Urbanas. Se diría eternas.
La narración arranca con el edificio Urumea de San Sebastián, ciudad a la que también regaló el Palacio del Kursaal, y termina con la ampliación del Prado, cuya remodelación le costó años de trabajo y polémicas. La capital de España, una urbe históricamente sin monumentalidad, es quizás donde ha podido desarrollar con más intensidad su idea de hacer ciudad a través de la arquitectura gracias a propuestas como la estación de Atocha, el Museo Thyssen o el Hospital Gregorio Marañón. Edificios que dicen sin epatar. Que hablan sin gritar y sin hacer proclamas. Logros del equilibrio.
En Sevilla, a la que llega mañana para dar una conferencia en la Escuela de Arquitectura, nos dejó dos obras -San Pablo y Previsión Española- de cuya génesis da buena cuenta el libro. Aunque donde asoma el Moneo más auténtico, el clásico, es en dos trabajos opuestos. Un encargo pagano -el Museo Romano de Mérida, su obra maestra- y otro religioso -la Catedral de Los Ángeles-, acaso su logro más desconocido. Un templo abstracto donde su destilación del clasicismo es capaz de dotar a la arquitectura religiosa de una nueva dimensión. Sin rastro alguno de barroquismo. Un ejemplo de sobriedad. Tan intelectual como (casi) perfecto.
Fuente: http://www.diariodesevilla.es
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