miércoles, 20 de abril de 2011

Muros livianos y terrazas voladoras

En la calle O'Donnell pastaban las ovejas cuando el arquitecto Antonio Lamela hizo la que fue su primera obra con la carrera acabada. Su Opel Rekord "era de los pocos coches" que transitaban la calle. "Todo esto era campo, Madrid se acababa aquí", dice el arquitecto de 84 años, haciéndose oír por encima del tráfico. "Los compañeros me preguntaban '¿cómo te vas a construir tan lejos?".
Tan lejos es hoy el corazón de la ciudad. Y aquella obra primeriza en O'Donnell 33, cumple ya más de medio siglo. "Pero mira a tu alrededor, ¿cuál dirías que es el edificio más moderno?", presume no sin razón el arquitecto.
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El bloque de viviendas tiene una ristra de primeros: fue un pionero del clima artificial centralizado, de los primeros en colocar buzones en el portal, el ascensor en una caja propia en vez de en el hueco de la escalera y un garaje con muchas plazas ("¿De dónde van a salir tantos coches?', me preguntaban"). También el primero que usó gresite en una fachada: "Tuve que obtener un permiso especial para importarlo de Italia, a raíz de aquello montaron una sucursal en España". El mosaico vítreo (como de fondo de piscina) aporta textura y color, pero también es resistente y autolimpiable. "Mi arquitectura es sincera y novedosa", dice Lamela, para quien innovación no significa más presupuesto, sino "menos rutinas". Vuelve a señalar los anodinos edificios del entorno: "Esos portales oscuros, esas fachadas aburridas... ¿es que no se les ocurre nada mejor?". La entrada de O'Donnell 33 es abierta y ajardinada (el modelo se imitó luego hasta la saciedad en Madrid) y el portal, diáfano y transparente (tanto que aunque tiene dos entradas, una para oficinas y otra para viviendas, solo hace falta un portero). La casa se mete en la calle y viceversa. Las terrazas vuelan ligeras sobre el tráfico. "Aún no había acuñado el término arquitectura suspendida, entonces la llamaba liviana", recuerda Lamela que, enfrentado a una estrechísima fachada de 10 metros, la hizo en forma de Z duplicando los metros en los que colocar ventanas.
En cada rincón se nota el mimo: diseñó una preciosa escalera, el mobiliario de fresno del portal, las puertas de los pisos (forradas por dentro con cuero repujado), los muebles de cocinas y salones, las chimeneas y hasta los buzones. Estaba construyendo la casa en la que ha criado cuatro hijos y ha tenido su estudio. Fue promotor de la obra junto a su padre, un industrial harino-panadero, que hizo de socio capitalista. "Confiaba mucho en mí, había hecho sus pinitos en el mundo inmobiliario... entonces se ganaba mucho dinero", dice. Admite que en su momento el edificio no se entendió: "Resultaba extraño, tanto, que todos los pisos, salvo uno, los compró gente relacionada con la arquitectura". Además de extraños, eran caros, 1.200.000 pesetas de 1958 por 375 metros. Todavía quedan varios vecinos originales, el último que se vendió fue hace 20 años. El precio por metro cuadrado en la zona ronda los 5.000 euros, el valor actual ascendería a los 1.875.000 euros.
El inmueble apenas ha cambiado desde los cincuenta (salvo que se clausuró la piscina de la azotea). En el resto de la calle los inquilinos han cerrado terrazas y alterado portales. "Gracias a que yo siempre he vivido aquí, este no se ha tocado", dice Lamela. "La fachadas no son de los vecinos ni de la comunidad, son de la ciudad y no se pueden alterar al antojo".
La casa de Lamela es enorme, luminosa y acogedora. Exactamente lo que buscó cuando la proyectó. "Tardó años en comprenderse, ha tenido que pasar medio siglo, pero aún se sigue hablando de ella", dice el arquitecto. Amante de integrar el arte en la arquitectura, no como una mera decoración, sino como parte de ella, sin marcos ni pedestales, el arquitecto reservó una sorpresa de la que solo disfrutan los vecinos. En la fachada del patio interior las ventanas forman un gigantesco y colorista Mondrian de siete pisos de altura.


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