martes, 31 de mayo de 2011

El símbolo de Avilés se hermana con Bilbao

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Del humilde hormigón al suntuoso titanio; del enaltecimiento de la curva a la apología de los ángulos. De la sencillez de los volúmenes y los espacios amplios al barroquismo de las formas caóticas y surrealistas. El Niemeyer y el Guggenheim, llamados a entenderse en la promoción turística y cultural, son dos polos opuestos de la arquitectura, pero comparten una misma idea. Su concepción refleja el potencial de la arquitectura para regenerar espacios degradados como las rías de Avilés y de Bilbao, integrándolas en el entramado urbano.
El Niemeyer de Avilés resume la filosofía de su autor, considerado como el padre de la arquitectura modernista y pionero en la exploración de las posibilidades del hormigón armado. Oscar Niemeyer transforma este material y con la curva lo hace regresar a las formas de la naturaleza creando estructuras dinámicas y livianas que se adaptan a las condiciones medioambientales.
Pero también domina los espacios magistralmente. “Como arquitecto admiro esa capacidad que tiene de imaginarlos. No había visto nunca hacerlo así. El resultado del Niemeyer en Avilés es espectacular y la belleza está lograda a un bajo coste”, afirma Javier Blanco, el arquitecto jefe de la obra que domina el estuario avilesino.
Pero la armonía de la arquitectura de Oscar Niemeyer no se entiende desligada de su ideología. “Nunca me callé. Nunca oculté mi posición de comunista. Es necesario protestar contra la miseria, las injusticias, las desigualdades. La arquitectura no cambia la vida de los pobres, para cambiarla hay que salir a la calle y protestar”, aclaró nada menos que poco después de cumplir los 99 años. En su despacho dejó escrito a mano: “Cuando la vida se degrada y la esperanza huye del corazón de los hombres, la revolución es el camino a seguir”.
El resultado es una arquitectura a pie de calle, hecha para el pueblo, que “se deja tocar y se siente”, opina Javier Blanco. En su opinión, el objetivo de hacer una obra próxima a las personas “está logrado en Avilés”, donde todos la han interiorizado y asumido “como propia, dando una lección de civismo en la inauguración el pasado 24 de marzo, cuando se congregaron más de 10.000 asistentes en la plaza para ver a Woody Allen y no hubo ni un incidente y apenas se necesitó limpiar al día siguiente”.
Frente a esta concepción de una arquitectura impregnada fuertemente por una filosofía social, Frank Gehry, se nos presenta como un arquitecto aséptico movido únicamente por motivaciones estéticas, cuya obra empieza y finaliza en sí misma.
El edificio de Gehry en Bilbao, es como una gran catedral del arte moderno, ante la que uno se postra admirado de sus formas. Es como una gran escultura de silueta singular y materiales sorprendentes, a la que uno se acerca asombrado, pero en la que el visitante no deja de sentirse como un extraño.
“Bajo la apariencia caótica que suscita la contraposición fragmentada de volúmenes con formas regulares cubiertas de piedra, formas curvas revestidas de titanio y grandes muros de cristal, el edificio se articula en torno a un eje central, el atrio, un monumental espacio vacío coronado por una cúpula metálica a través de cuyo lucernario cenital y muros de cristal, entra la luz inundándolo todo”.
Arquitectura redentora Hace casi cuatro años Denny Lee escribió un artículo en el New York Times sobre el efecto Guggenheim en Bilbao. El periodista americano describía una ciudad que en los noventa “olía a pis, a porro y a ría sucia”. El autor exponía el vertiginoso cambio urbano experimentado por esta ciudad tras la construcción del edificio en 1997, pero finalizaba con una conclusión inquietante de la que debe tomar nota Avilés: “pese a todo la ciudad no ha sabido aprovechar el tirón del Guggenheim para ofrecer más atractivos para que los turistas se queden más tiempo”. A su juicio, no existía “un plan para desarrollar la ciudad internacionalmente” y la urbe se había modernizado pero su sociedad seguía igual.
En el caso del Niemeyer, aún es pronto para juzgar los resultados. El efecto del centro cultural acaba de empezar, aunque ofrece ya prometedores horizontes.
Pero ¿por dónde pasa su futuro? El director de la Fundación que rige el equipamiento explica su concepción. Su teoría es radicalmente distinta a la de un museo. “Esto es un centro cultural, es decir, un espacio en el que caben todas las artes y eso es algo que llama la atención porque ni en España ni en Iberoamérica existe esa tradición que es muy importante en el mundo anglosajón. Aquí no existe un lugar único donde haya sitio para el teatro, para la literatura, para el cine, para la ciencia, para la pintura, no existe, y eso es lo que va ser y ya es el Niemeyer”, que ve en este conjunto de edificios y sus actividades “una de las grandes herramientas de España en su relación con Iberoamérica”, además de “uno de los motores de desarrollo cultural que va a ser una de las señas de identidad de España ante el mundo”.
Para ello, el Niemeyer parte de una concepción diferente no sólo en sus objetivos sino en la distribución del conjunto arquitectónico, formado por cuatro piezas singulares, cada una con una funcionalidad y una estética diferente, que armonizan en la gran plaza de la ría, bajo el credo de la curva.
La gran cúpula realizada a partir de una membrana de PVC es el espacio destinado para las exposiciones. Su diseño sencillo pero rotundo domina todo el conjunto. Unido por una sinuosa marquesina está el auditorio, en forma de ola, un colosal edificio ornamentado sencillamente, con capacidad para mil personas y con un escenario ambivalente que se abre tanto al interior del mismo como hacia la gran plaza, donde pueden seguir los espectáculos más de diez mil personas.
La torre mirador, con un restaurante de alta cocina, es otro emblema de este espacio, que se complementa con el edificio polivalente, que da cabida a un cine para proyecciones de culto que dirige el propio Woody Allen, una cafetería restaurante para uso diario, oficinas y otros usos múltiples para convenciones de empresas y actividades privadas.
Hace ahora sólo seis años se inauguraba el paseo de la ría de Avilés en el espacio que había sido hasta entonces el estercolero de la ciudad. A la altura del puente de San Sebastián, que hoy luce su arco iris para dar paso al Niemeyer, se acumulaban lodos de grasas, metales pesados y residuos indrustriales de todo tipo, que llegaban a una altura de cinco metros.
Ahora, la transformación de este entorno ha sido radical y los habitantes miran con orgullo el otro lado del estuario, la frontera atávica que separaba la ciudad de la industria, el territorio donde morían los sueños de la gran urbe.
El efecto redentor de este proyecto lo describe perfectamente Javier Blanco: “cuando entras en el Niemeyer parece que estás en otro mundo, parece, como si de pronto hubieras llegado a otro planeta”.


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