miércoles, 18 de mayo de 2011

Espectacular

Yo esto de ir caminando hacia ningún sitio no lo entiendo». El autor de la frase era un chaval de unos 30 años y el camino hacia ningún sitio, justo el tramo de la «grapa» que sale de la plaza de Santiago López, en el que la pasarela te conduce al lado opuesto del Niemeyer para luego volver a torcer y desembocar en el puente de San Sebastián. Un paseo en zigzag, al que el chico en cuestión no acababa de encontrar el sentido: «No lo entiendo, con lo fácil que habría sido hacerlo recto», se preguntaba en voz alta mientras dos jóvenes despreocupadas comentaban la suciedad de la ría. «Si te caes ahí, ¿eh?, uufff, si te caes ahí... qué asco... ¿verdad? ¡Eh, chicos! ¡Eh! Si te caes ahí, os imagináis...», gritaban in crescendo. Pero ni ellas se cayeron, ni se calló el otro chaval sus reflexiones sobre la arquitectura de la pasarela, así que decidimos apretar el paso y adelantar, lo justo para llegar al centro de la plaza y encontrar un buen lugar donde disfrutar del concierto.
Apenas quedaban unos minutos para que comenzara la actuación de Woody Allen, y la lluvia, algo floja, seguía amenazando el evento, de ahí que casi todo el público estuviera buscando lugares estratégicos para guarecerse en caso de que el orbayu acabara en tormenta. Una búsqueda infructuosa, porque el arquitecto brasileño no dejó en su diseño una sola esquina bajo la que atecharse. Suerte que la climatología se supo comportar esa noche, no así las dos señoras enfundadas en abrigos de pieles que iban recorriendo la plaza comiendo una bolsa de pipas y escupiendo las cáscaras mientras mantenían una animada cháchara sobre lo guapo que había quedado el Niemeyer.
Y había quedado guapo, la verdad, aunque la elección del color amarillo para resaltar el mosaico del auditorio despertara alguna que otra comparación con «un gigantesco huevo frito». Si acaso, lo único que objetar a una arquitectura tan limpia y radiante que daban ganas de ponerse guantes y monos de celofán para no dejar rastro de nuestra presencia. He de confesar que me emocioné, no sé si tanto como la alcaldesa Varela, pero es que el blanco del Niemeyer, en la penumbra, tiene algo fantasmagórico, casi irreal. Sus líneas curvas, sensuales, invitan a posar los ojos con comodidad sobre los diferentes edificios que componen el recinto. Todo armonía para una noche inaugural que repetía igual consigna en su organización si no fuera porque justo encima del escenario, en la cabeza del auditorio, se proyectaba en bucle el anuncio promocional del Principado que, acompañado por el audio, repetía una y otra vez por los diferentes altavoces: «Asturias lo dice todo el mundo». Y así, entre la oscuridad, la lluvia y los miles de asistentes que íbamos lentamente accediendo hacia el centro, casi daba la sensación de que, una vez llegásemos al destino, uno, nos iban a abducir, o dos, nos iban a deportar.
Pero ni lo uno ni lo otro. La inauguración fue aún más sencilla y elegante que su arquitectura, los músicos de Allen brillaron sin más luz que unos pocos focos y sin más atrezo que unas pocas sillas. Al fondo, tras ellos, tan sólo las butacas en cascada de un anfiteatro vacío y, voilà, el Niemeyer ya era una realidad. Incluso cuando el sonido se cortó y el cineasta presentó a la banda en lo más parecido a un ejercicio de comunicación gestual, el público respondió sin un solo abucheo.
Ya de camino casa, recorriendo de nuevo ese tramo de «grapa» que te lleva a ningún sitio, una chavala le dijo a su novio: «Hombre, pues el Niermeyer (sí, con "r") no me parece tan espectacular». Al fondo, 10.000 personas seguían escuchando jazz.


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