lunes, 21 de noviembre de 2011

Desde el otro lado

Es lo primero. Lo más urgente. Y lo que corresponde. Otra cosa es que lo crea justo. Y no por parte de la propiedad. La Fundación Atapuerca lo merece todo. Y mucho más en esta Comunidad. Donde no abundan las instituciones que respetan la arquitectura. Públicas o privadas. Las autoridades no se molestan en asistir a la entrega bianual de los premios de arquitectura. Tampoco por el lado de la contrata. Aragón Izquierdo construyó con mimo. Algo especialmente grato ahora que la ética de los constructores está puesta en entredicho. Y mucho menos por el del buen arquitecto director de ejecución de la obra: Álvaro Gorgojo. Me refiero a la arquitectura. Al reconocimiento que merece, o no, la Sede de la Fundación Atpuerca en Ibeas de Juarros de Burgos. Lo digo porque no se trata de un gran edificio. Sólo es una más de las casas de Ibeas. Tiene forma de casa. Altura de casa. Volumen de casa. Exactamente como sus vecinas. Las que llegaron primero. Anónimas. Populares. Extemporáneas. Su única virtud es que también es una ventana. Un hueco por el que mirar a través. Una mirilla en una puerta. Y las ventanas, ya se sabe, tienen su miga. Son como las tazas. O los cajones. Existen por lo que no tienen. Importan por su vacío.
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El proyecto nace de un concurso restringido. Y muy provinciano, por qué no decirlo. Competíamos dos estudios de Burgos, y tuvimos la suerte de no quedar los segundos. En la primera visita nos gustó el lugar. El solar estaba en primera línea de carretera nacional. Un sitio importante. Los pueblos estropeados de Castilla apenas poseen más patrimonio que su Iglesia y su carretera nacional. El único problema eran las edificaciones de segunda línea. No debían taparse. Allí sobreviven unas viejas tenadas. Reconvertidas a garajes, o algo así. Se han mantenido a duras penas. Y están llenas de heridas. Y de cicatrices. Muy al uso en estas tierras. Carpinterías metálicas. Baratas. Canalones de plástico. Más baratos. Y todo tipo de decisiones de esas que en las peluquerías se explican como muy prácticas. Pero sus muros siguen tal cual. Magníficos. Rotundos. Sin trampas. Y muy bellos. Deliciosas fábricas de sillería irregular construidas con lo único que había: piedra de páramo. Huérfana hasta de cantera.
Parecía impertinente tapar esa arquitectura. Impertinente y evitable. Y así surgió el único objetivo del edificio. Su idea. Hacerse invisible. No molestar. Evitar la traición. No estropear más lo estropeado.
Lo bueno de tener una idea es que te quita de en medio. Te ahorra diseñar. Si hay idea, lo hace ella. Nadie más. Y la fabricación de la arquitectura se olvida del arquitecto. Todo un alivio. Prescinde de su gusto. De la moda de su tiempo. De su apellido. De su soberbia. Hasta de su estado de ánimo. Sólo se necesita el oficio. Disponer del mínimo oficio suficiente capaz de no estropear la idea. Es lo que los pintores llaman el cómo. O la técnica. O, dicho de otra manera, lo fácil. En un sentido contemporáneo lo difícil es qué pintar. El cómo se da por supuesto. Si un pintor encuentra el qué, es porque tiene el cómo. Si sólo tiene el cómo, no es pintor.
La idea del edificio era una casa invisible. Para ser una más de las del casco. Y para no tapar las tenadas de la segunda línea de la carretera nacional. La invisibilidad era el qué. El cómo, el oficio, consistió en construir una ventana. Pero con un marco de piel de camaleón.
Los camaleones son invisibles. Y bellos. Sólo se estropean cuando se los distingue. Entonces se convierten en bichos. Casi repugnantes. De ojos desproporcionados y asimétricos. Y con la poco elegante costumbre de zampar moscas con una larga lengua pegajosa. Por eso es mejor no descubrirlos. Otra cosa es que no resulte emocionante presentirlos en su hábitat. Cuando son invisibles. Cuando toman prestada la forma de su entorno, precisamente para eso: para no alterarlo con su presencia. El edificio de Ibeas trata de no atormentar su lugar. Como un camaleón. Conformándose en un volumen más. Una casa de pueblo con cubierta a dos aguas. Desnuda de adornos. Y de estorbos. Sin aleros. Sin chimeneas. Sin vierteaguas. Y, por supuesto, sin la orgía de formas que produce una cubierta de teja con todos sus sacramentos. Al final, como casi siempre, sólo resultó difícil lo más fácil: elegir la piedra.
La casa debía ser de piedra. Nunca se barajó otra posibilidad. Estaba claro su despiece. De losas grandes y aspecto irregular. Tampoco se discutía su textura y su color. Estaban ya en los muros de las tenadas. Pero la marca de la piedra no se decidió hasta la obra. En eso hubo suerte. Se proyectó un edificio de piedra del lugar. Se dibujó y se valoró. Pero no se reparó en un mínimo detalle: ¡la piedra del lugar ya no se vende!
La caliza de Silos
La suerte nos la trajo otra piedra burgalesa —la caliza de Silos si que está en el mercado—. Y también un pequeño martillo neumático. La de Silos se dejo machacar por la herramienta, y apareció la piel del camaleón. El marco de la ventana. La textura y el color de los muros de Ibeas.
Para acabar la ventana solo faltaba el vacío. Y se esculpió el interior. Una gran sala atraviesa el edificio. Tiene seis metros de altura. Y dos enormes vidrios en la parte más alta de sus muros de cierre. Enfrentados. De pared a pared. La cota de su piso está tres metros por debajo del de la calle. Y su parte superior es solo aire sin suelo. La sala no tiene actividad interior a esta altura. Tampoco movimiento. Sólo contiene el mismo vacío de la taza o de los cajones. Y el de la ventana. Los huecos enfrentados permiten a los de fuera mirar a través del edificio. Las tenadas de segunda línea se ven desde la carretera. Y viceversa. También. Así se invoca a la ventana. Subjetivamente. Basta con detenerse a mirar. Con que alguien lo haga. Aunque los vecinos prefieren posar en uno de los lados de la casa. Para que otro paisano amigo les haga una foto. Desde el otro lado.
Fuente:http://www.abc.es

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