martes, 24 de enero de 2012

“Vale la pena arriesgarse”

Hace ya casi medio siglo –se cumplirá en el 2012– que Frank Gehry abrió su oficina en Los Ángeles. Pero este arquitecto que marcó el cambio de siglo con obras como el Guggenheim de Bilbao –y que ha iniciado ya la construcción de su “hermano mayor” en Abu Dabi, una obra de dimensiones catedralicias (80.000 metros cuadrados de superficie y hasta 80 metros de altura)– sigue al pie del cañón. A los 82 años, tiene veinte proyectos en marcha y dirige un equipo de 120 personas, con un promedio de edad de 35 años. Todas ellas trabajan en la sede de la firma, situada en una nave de 4.000 metros cuadrados de un barrio industrial de la ciudad californiana, donde también están afincados algunos de los más punteros estudios de posproducción de Hollywood.
Cuando no está de viaje, Gehry acude a sus oficinas seis días a la semana, de nueve o diez de la mañana a seis o siete de la tarde, y se reserva los domingos para navegar. Anda ya un poco renqueante, apoyado en un bastón. Pero no para quieto. Despacha con sus asistentes, pasea entre cientos de maquetas a escala 1/50 que atiborran su estudio, montadas sobre mesas con ruedecitas. Y recibe a las visitas en un despacho que parece la habitación de un estudiante desordenado, atestado de fotos, muchas de ellas de músicos (Pierre Boulez, Yo-Yo Ma, Zubin Mehta, Esa-Pekka Salonen, Leonard Bernstein), y también de arquitectos (Le Corbusier, Philip Johnson, Jean Nouvel), artistas plásticos (Robert Rauschenberg), jugadores de hockey sobre hielo (Maurice Richard) o políticos y reyes (Simon Peres, Juan Carlos I…).
Es un despacho lleno, también, de cuadros, esculturas, papeles, libros, dibujos y recuerdos varios, desde un pez cerámico que perteneció a Andy Warhol hasta un sombrero, una máscara, una bicicleta o un diploma universitario que le acredita temporalmente como doctor en biología y arquitectura. Nada más recibir a este enviado, y tras mostrar el citado diploma, Gehry empieza a hablar sin esperar a la primera pregunta: “La ciencia me interesa mucho, desde hace unos 40 años. Ese interés empezó de una manera curiosa. Cuando me divorcié de mi primera mujer, acudí a un psicólogo. Nos hicimos amigos. Ahora su esposa sufre una terrible enfermedad degenerativa, hereditaria. Sus dos hijas tienen un 50% de posibilidades de desarrollarla algún día. La ciencia tiene mucha tarea por delante… Mi amigo organizó una fundación y me invitó a ingresar en su patronato. Allí he conocido a otros científicos. Hace un tiempo me animaron a dar una charla en un congreso de neurología. Me lo tomé en serio y me pasé largo tiempo hablando con profesionales para documentarme. Me interesa particularmente el concepto de microcreatividad, que es igualmente útil para la ciencia que para la arquitectura”.
¿Le han servido esos estudios para averiguar cuál es el secreto de su propia creatividad?

El otro día escuché a la Sinfónica de Los Ángeles, dirigida por el venezolano Gustavo Dudamel, su titular, interpretando el Réquiem de Brahms. Dudamel dirigió sin partitura, a pesar de que era la primera vez que afrontaba esta pieza. Le pregunté: ¿Cómo lo haces? Y me respondió: “Sigo la música”. Eso mismo es lo que yo hago. Ante cualquier proyecto, estudio todas las posibilidades que se me ocurren tras analizar detalladamente un amplio abanico de elementos, empezando por los deseos del cliente y acabando en los detalles, pasando por la definición formal y el control del presupuesto. Durante dos meses, le doy vueltas a todo eso en mi cabeza. Luego, un día, me pongo ante la mesa y toda esa información se convierte en un dibujo, que fluye automáticamente desde el cerebro hasta el papel, pasando por la mano y el lápiz. Así nace mi arquitectura. Y eso es lo que hace Dudamel con la música. Se prepara a conciencia y luego se lanza y actúa sin miedo... –en este punto, Gehry muestra una foto almacenada en su teléfono móvil: Dudamel en la cama, con los ojos cerrados, los auriculares en las orejas y su hijo de tres días sobre su pecho–. Ahí estaba Dudamel –prosigue Gehry– escuchando el Réquiem de Brahms y preparándose para dirigirlo. Me gusta la ciencia y me gusta la música, porque hay optimismo en ellas. Y yo intento que mi arquitectura sea optimista.

¿Bilbao le puso en el candelero arquitectónico global, pero Nueva York es la capital del mundo. ¿Qué ha significado para usted inaugurar allí la pasada primavera un rascacielos de 76 plantas?
Para mí todos los encargos son importantes. A veces los proyectos llegan a buen puerto, y a veces se quedan en eso, en proyecto. Yo no voy pidiendo por favor que me dejen construir aquí o allá. No tengo un equipo de marketing buscando trabajo para mí. En ocasiones vienen a verme y me encargan algo, tengo esa suerte. Y entonces intento corresponder trabajando lo mejor que sé.
De su rascacielos en la calle Spruce, al lado del Ayuntamiento, se ha dicho que era el mejor edificio de Nueva York desde que Saarinen construyó la torre de la CBS, medio siglo atrás.
¿Eso han dicho? Pues no me enteré.
¿En París, la obra de su museo para la Fundación Louis Vuitton del magnate François Pinault, en el Bois de Boulogne, ha tropezado con protestas vecinales y ha estado parada un tiempo. ¿Cómo se siente cuando, pese a estar en la cumbre, debe pasar por episodios de este tipo?
Estoy acostumbrado a esas reacciones. Todo proyecto debe superar obstáculos. Incluso el Memorial Eisenhower que preparo para Washington, y cuya inauguración está prevista para el 2015, ha debido superar algún que otro obstáculo. Así es la vida. Tiene sus altos y sus bajos. Es la naturaleza humana. Respecto a lo de estar en la cumbre, suponiendo que esté ahí, le diré que todo es muy relativo. Fíjese, construí el Guggenheim de Bilbao y, pese a que fue un éxito mundial, ya no me encargaron otros museos hasta el Guggenheim de Abu Dabi, ahora en obras. Levanté en Los Ángeles el Disney Concert Hall, que unánimemente está considerada una de las salas con mejor acústica del mundo, y ha pasado mucho tiempo antes de que me llamaran para un proyecto similar.
¿Cree que esos éxitos le debían haber reportado muchos encargos?
Bueno, ¡al menos, uno! Pero no me malinterprete: no pretendo tener derecho a nada. Tengo lo que tengo, sólo eso. Ahora bien, le diré que algunas reacciones me desconciertan. Aunque trato de mantener una actitud positiva y limitarme a buscar las razones por las que todo ocurre.
Antes mencionó el Guggenheim de Abu Dabi, un museo de enormes proporciones en el que usted está intentando aportar soluciones innovadoras. ¿Es la innovación el principal motor y objetivo de su trabajo?
Cambian los tiempos, cambian los lugares en los que uno construye, cambian los clientes, y lo más lógico es que los nuevos edificios sean distintos de los anteriores. Hay muchas razones para no repetirse. De modo que la innovación me parece algo natural.
¿Tiene algún nuevo proyecto en España?
No. Y ya me gustaría. ¿Por qué no me encargan nuevo en su país? Me enfadé mucho cuando se perdieron mis proyectos para Andorra, creo que eran ideales para sus emplazamientos.
¿Hace tiempo que no tiene noticias de Barcelona, ciudad para la que proyectó el gran edificio de la zona de La Sagrera popularmente conocido como “la novia”?
Hace mucho tiempo, sí. A mi modo de ver, demasiado.
Ahora está usted trabajando, simultáneamente, en unos veinte proyectos. Tiene 82 años, ya no es un joven. ¿Cómo hace para poder con todo?
Veinte proyectos no son tantos. En algunos de ellos llevo invertido mucho tiempo. El diseño del Guggenheim de Abu Dabi está ya terminado. El del Memorial Eisenhower, también. El del Museo de Philadelphia, también. Hemos recibido algún encargo recientemente. Pero la mayoría son de hace años.
¿Cree estar usted en el mejor periodo de su vida? ¿Trabaja tan duro como ­siempre?
Sí. Y me gusta lo que hago.
A su edad, otros profesionales prefieren bajar el ritmo o retirarse. Usted, no. ¿Qué atractivo conserva la arquitectura para mantenerle activo?
Me lo paso muy bien durante todo el proceso de proyecto. Me interesa más el edificio cuando lo pienso, lo dibujo o lo construyo que cuando lo tengo acabado. Mi trabajo es fantástico: estoy rodeado de grandes profesionales junto a los que puedo investigar desde nuevas soluciones tecnológicas hasta nuevos lenguajes formales. Todo eso me mantiene despierto e ilusionado. La arquitectura me ha reportado muchas satisfacciones. También algunas frustraciones. Pero eso no importa. Estoy contento con lo que tengo. No soy de los que quieren acapararlo todo.
Su oficina en Los Ángeles se inauguró hace casi medio siglo. ¿Adonde creía dirigirse cuando empezó y adonde cree haber llegado ahora?
Desde luego, cuando empecé, no tenía ninguna presunción de llegar adonde he llegado. Jamás lo pensé ni lo pude imaginar. Dicho esto, añadiré que tampoco sé muy bien dónde estoy. A algunos les gusta lo que hago. A otros, no. Pero los años no me pesan. Puedo trabajar más rápido que antes. Y todavía sufro inseguridades, que me parecen muy saludables y me animan a progresar, a diversificar mi labor. Ahora estoy metido en asuntos de joyería, por ejemplo. Y estoy diseñando la escenografía de Don Giovanni. El Disney Hall va a programar una trilogía mozartiana, y ha encargado a tres arquitectos las respectivas escenografías. Los otros dos son Zaha Hadid y Jean Nouvel. Pero, supongo que por razones de edad, me han dicho que yo soy el que va primero. No vaya a ser que me muera antes.
¿Todos sus proyectos empiezan con un dibujo manual suyo, verdad?
Sí. Pero no exactamente. Como le decía antes, lo previo es un periodo de reflexión que suele durar no menos de dos meses.
¿Cómo se pone a tono para esos esbozos? ¿Andando, navegando, en casa, en el estudio?
Me inspiro aquí y allá. No soy como el brasileño Oscar Niemeyer, cuya arquitectura curvada tiene que ver con unas fotos de chicas en la playa, unas tomando el sol de cara, otras de espalda, y formando una sucesión de ondulaciones. No le engaño. Yo estuve en su estudio, vi esas fotos. Y Niemeyer me contó por qué las tenía ahí.
Luego, a partir de esos primeros esbozos, sus asistentes empiezan a construir maquetas en tres dimensiones.

Bueno, el proceso es algo más complejo. Hay dibujos y hay maquetas, sí. Pero hay muchas más cosas. En el caso del rascacielos de Nueva York, me pregunté, por ejemplo, qué caída debían tener sus fachadas. Me incliné por algo parecido a la caída de los vestidos de las esculturas de Bernini en la iglesia romana de Santa Maria della Vittoria. Presentan pliegues más aristados que los de las obras de Miguel Ángel, pongamos por caso. Ese es un aspecto, pero no el único. Estuve dos años pensando en el conjunto del proyecto neoyorquino, en cómo construirlo sin pasarme de presupuesto. Ahí interviene el milagro de las tecnologías digitales, que ayudan a diseñar dentro de esos límites. No hace falta derrochar, créame. Lo que entra en el presupuesto previsto puede ser tan bueno como lo excesivamente caro.

Permítame seguir en la línea de la anterior pregunta: ¿cuántos colaboradores suyos son capaces de interpretar sus dibujos, que a ojos de un profano pueden parecer bastante confusos, y empezar a transformarlos en maquetas?
Ahora mismo, quizás unos cuatro o cinco.
En la película Sketches of Frank Gehry, de su desaparecido amigo Sydney Pollack, hay una escena que me llamó mucho la atención. Aparece usted junto a un bloque de porexpán al que un asistente suyo, equipado con un cuchillo eléctrico, va dando forma según sus instrucciones. ¿Qué puede decirme de este método de trabajo?

Eso no tiene nada de particular. Era sólo una herramienta. Brancusi no tenía cuchillos eléctricos, pero usaba grandes sierras de carpintero para trabajar sus piezas de madera. Quizás tampoco le parezca un procedimiento muy sutil. Y, sin embargo, estará de acuerdo en que Brancusi alcanzó con sus trabajos una dimensión casi mística.

¿Qué es lo mejor y lo peor de estar en lo más alto de la profesión?
Lo primero que tengo que decirle es que ese no es un pensamiento en el que me detenga muy a menudo. Al contrario. Y tampoco creo que esté en la mente de otras personas. Me da la sensación de que muchos no entienden mi obra; que muchos creen que mis edificios son excesivamente caros. Y no es así. No suelo pasarme de presupuesto. Soy muy estricto en eso. Obras como la de Bilbao o como el Disney Hall salieron por cifras ligeramente inferiores al presupuesto acordado. El precio por metro cuadrado del rascacielos de Nueva York es similar al de una torre convencional. Soy un tipo responsable, eso es una prioridad para mí y una fuente de orgullo. Quienes me conocen lo saben. Como también saben que me gusta leer a Shakespeare y a Cervantes. Y, por supuesto, me encanta ir a los conciertos.
¿Hay algún aspecto de su trabajo que le disguste?
Me molesta todo lo relativo a los contratos. Esas negociaciones suelo delegarlas. Pero creo que sé llevar mi despacho. Este es un barco bien capitaneado. Somos autosuficientes. No tenemos que pedir limosna. Pago bien, con incrementos anuales regulares.
Un arquitecto de su fama y proyección se ve obligado a viajar con mucha frecuencia, casi se convierte en el primer agente comercial de su propia firma. ¿Está fatigado de todo eso?
Me hago mayor. Todavía doy clases en la universidad de Yale. Pero he reducido mucho el número de conferencias. Mis clientes, que son comprensivos, me hacen viajar lo imprescindible. Tengo que ir a las obras de tarde en tarde, claro. Pero intento ir limitando todo eso.
En sus años de estudiante era usted un soñador, alguien convencido de que su trabajo podía ser distinto al de todos los demás. ¿Qué importancia atribuye a ese rasgo de su carácter?

Provengo de una familia judía, aunque no soy muy religioso. Mi abuelo estaba siempre leyendo el Talmud, que entre otras cosas es, como usted sabe, una obra presidida por la pregunta ¿por qué? y por la diversidad de opiniones. En la tradición católica hay más certezas. En la judía hay ese fondo de duda y de búsqueda. Eso fue, quizás, lo que me llevó a cuestionarlo todo, lo cual me parece estupendo. Uno de mis primeros clientes fue el propietario de una cadena de supermercados. Yo le presentaba proyectos poco convencionales. Y él protestaba preguntando: “¿Por qué no los haces como todo el mundo?”.

¿Y usted qué le respondía?
Pues que a veces se puede hacer las cosas de un modo distinto, mejor y por el mismo precio. Así de sencillo. Hay límites, claro. De hecho, la idea de límite define también la experiencia vital. No todo se puede resolver. No todo se puede hacer o poseer. En una vida como la mía, quizás haya podido idear entre doscientos y trescientos proyectos. A Frank Lloyd Wright le dio tiempo para más. Pero tampoco él pudo cambiar el mundo. En resumen, debemos ir siempre hacia delante, pero sabiendo que tenemos un límite.
Los sueños se convierten a veces en pesadillas. Algunas personas critican su arquitectura y la consideran un paradigma de la forma por la forma, del ­espec­táculo.
Creo que mis edificios funcionan correctamente. Quizás haya unos pocos que podían haber salido mejor. Pero la gran mayoría funciona bien. Y no perdamos de vista una cosa: el 95% de los edificios que se construyen por ahí son una auténtica porquería, carecen del menor interés. O sea que, desde esta óptica, no tiene mucho sentido meterse conmigo. Ni creo que sea particularmente inoportuno hacer lo que yo he hecho. Un resultado como el del Guggenheim de Bilbao demuestra que vale la pena arriesgarse. Estoy convencido de que vale la pena arriesgarse. ¿O no? Hay que ser fiel a uno mismo y responder a las demandas que te hacen. Si eres honesto debes ser fiel a ti mismo y, al tiempo, debes saber manejar los condicionantes que presenta toda obra. Si te olvidas de quién eres, corres el riesgo de hacer las mismas porquerías que ese 95% al que me refería.
¿Quiénes son sus héroes?
Mis héroes son los creadores que rompieron. Ya le hablé de Brancusi. Le podría hablar también de Stravinski. Innovar, romper, eso tiene un valor. La gente todavía va a Grecia para ver lo que hizo Fidias. O a Ronchamp para ver lo que hizo allí Le Corbusier. La gente va a Bilbao. Al mundo le gustan estas obras. Siente necesidad de ellas. Y si, además de ser hermosas, funcionan bien…
¿Qué atributos debe tener un edificio para convertirse en hito histórico?
No lo sé. O no sé cómo explicarlo. Para ser algún día histórico tienes que ser primero alguien muy de tu tiempo, alguien que define y distingue el presente. El otro día, el presidente Obama se refirió a mí en un discurso como alguien que “ha construido en su tiempo”, en el sentido de que lo ha marcado. Cuando lees El Quijote, te das cuenta de que tiene tanta o más fuerza hoy que cuando fue escrito; pero en su día fue una gran novedad. Esas historias de Rocinante, esos diálogos de Don Quijote y su escudero Sancho Panza… Hoy nos parecen aportaciones sin edad, atemporales. Cuando una obra está concebida honestamente y animada por una nueva fuerza, es posible que se mantenga viva muchos años, más allá de los que vivirá su autor. Siempre y cuando no decidan tumbarla antes, claro. Ahora mismo circulan rumores de que quieren derribar el edificio del Aerospace Museum, aquí en Los Ángeles, que diseñé yo.
Tiene a 120 personas trabajando en esta oficina. ¿Seguirán cuando usted falte? ¿Es posible un despacho Gehry sin Gehry?
He sentado las bases para que eso sea posible, sí. He instruido a mis chicos y estoy rodeado de magníficos profesionales. Meaghan Lloyd es mi mano derecha y una gran arquitecta. Mi hijo Sam trabaja en el despacho. Edwin Chan y tantos otros son también una gran ayuda. Tendrán su oportunidad. Disponen de una formación y de unos recursos técnicos impresionantes. Y yo los trato de un modo distinto a cada uno de ellos, porque es conveniente que se desarrollen a su manera, de acuerdo con su personalidad y su talento. Hace ya años que el modelo de negocio evoluciona también en esa dirección. Yo cobro por los diseños. Y el estudio cobra por el conjunto del trabajo, que se apoya en el innovador know how tecnológico que hemos desarrollado. En fin, eso es lo que puedo decir. Pero, naturalmente, no sabemos qué nos deparará el futuro.
¿Cómo les ha afectado la crisis económica? Hace un par de años me dijo que había perdido un 30% de los proyectos en curso. ¿Ha comprometido eso la viabilidad de su empresa?
No. Ya le he dicho que este estudio lo llevo con las riendas cortas. Está al día y bien controlado.
Otras grandes firmas arquitectónicas, como la de lord Foster, han permitido la entrada de inversores en su negocio. Quién es el propietario de su firma?
Está usted hablando con el único propie­tario.
¿Ha sentido en alguna ocasión la tentación de abandonar?
En la vida todo va a rachas. Algunos días las cosas van bien. Otros días se suceden los problemas. Hoy ha sido uno de ellos. Hemos tenido problemas en tres o cuatro proyectos en curso. Nada gravísimo, pero sí lo suficientemente molesto como para pensar, por un momento, que todo va mal y ceder paso a la frustración. Pero estos contratiempos forman parte del juego. Nunca he tenido la tentación de abandonar. He sido muy afortunado y no tengo motivos de queja. Ya sé que tendemos a quejarnos, pero yo evito hacerlo. Y no por falta de motivos. Perdí a una hija y esa fue una experiencia muy difícil de superar. Fue lo peor que me ha pasado en la vida.
¿Y qué es lo mejor que le ha pasado?
Mi mujer, Berta. Y mis hijos. Soy un hombre familiar.
¿Cuál es su idea de un mundo mejor?
El mejor mundo posible es el que tenemos. Es el único. Y eso nos obliga a veces a diseñar un pequeño microcosmos utópico, puesto que, a tenor de los excesos políticos, religiosos y económicos que vemos con tanta frecuencia, podríamos decir que este mundo está un poco chiflado. Casi pertenece al de Alicia en el País de las Maravillas.
¿Cómo le gustaría ser recordado?
Como un buen padre, un buen amigo y, en términos generales, como un tipo decente.°
Fuente:http://magazine.lavanguardia.com/

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