Fernando Delgado, el País.
A la gente le cuesta aceptar a veces los proyectos bien pensados para la ciudad con carácter novedoso, pero cambia su opinión sólo con darse tiempo para hacerlos suyos. Y los hace suyos, de un modo casi inconsciente, por la costumbre. No supe cómo transmitirle esta convicción al taxista que no gustaba del templete de Sol, pero mantengo la esperanza de que él, como tantos otros, llegue a entenderlo por su cuenta. Nuestra mirada se educa sin recibir instrucciones. Y en el caso del templete de Sol me tranquiliza que se trate de un proyecto de Antonio Fernández Alba. Todo proyecto suyo, y éste no será una excepción, responde a la condición de espacio donde verdaderamente estar o por el que transitar. Se trata de un atributo de su obra, una obra en la que la belleza no está sola.
Cuando conocí a Fernández Alba, entre los iconoclastas del grupo El Paso, cómplice sosegado él de aquella aventura artística contemporánea, no lo imaginé nunca como un académico, y menos de la lengua. Pero hace unos años fue el encargado de recibirle en la Academia su amigo Emilio Lledó, que comparte con él una misma pasión por pensar. Y no es una mera casualidad que sean amigos ni que además de amigos sean cómplices. De ahí la oportunidad de que sus discursos resultaran coincidentes y complementarios la tarde en que el arquitecto llegó a la Academia. El de Fernández Alba, porque su visión del mundo no es un ejercicio de narcisismo intelectual, sino una desesperada revisión de la esquizofrenia contemporánea, y el de Lledó, porque busca en lo humano la desnuda verdad sin pamplinas, y con su certero retrato del nuevo académico no ofrecía un currículo, sino un modelo ético de los que tan necesitados estamos. Posee además Fernández Alba, como explicó Lledó con brillantez, una visión melancólica de la ciudad en la que no falta la piedad -qué hermosa palabra y desusado concepto- ni la amistad con los otros.
Es difícil, sin embargo, hacer llegar a los ciudadanos la poética con que nuestro arquitecto explica ahora que estas cúpulas madrileñas representan la villa que fue y la metrópoli que es y que buscaba en ellas un caleidoscopio urbano que acogiera el movimiento y tuviera la intención de acoger el tiempo. El arquitecto humanista conoce bien el valor de los símbolos, los nuevos y los viejos, y como ha hecho en esta ocasión sabe enmaridarlos. Sus definiciones no buscan un eslogan para la complacencia ciudadana. Él transita por la palabra, enamorado de ella, para tratar de explicarse con sentido crítico al ser urbano; quiere con las palabras salvarse y salvarnos del caos y el eclecticismo que reconoce en la ciudad moderna. Pero precisamente por todo lo anterior, no participo de su idea de que en Madrid se impone una cierta falta de tradición urbana que posee Barcelona y que han ido incorporando con aciertos otras ciudades españolas. Lo que pasa aquí es que todo cambio se somete a un debate con frecuencia estéril en el que logran tener más voz los gustos conservadores y castizos. Y esos gustos son a veces alimentados por una falta de pedagogía estética, incluso por la concesión que impone cierto cansancio en las determinaciones urbanísticas sobre los atrevimientos, con sus correspondientes demagogias y algaradas irreflexivas que permiten el triunfo de la conservación no razonable sobre el cambio, acaso por no darle al cambio los días que la razón requiere. En los tiempos en que Juan Barranco fue alcalde tembló Madrid por la sustitución de unas farolas en Sol y, como no se trataba de hacer un referéndum para sostenerlas, fueron eliminadas. Pero tal vez aquel rechazo, y no recuerdo ya ni cómo eran las farolas, no pasaba de responder al empeño de un grupo de presión que terminó imponiéndose a la gente que repetía sus argumentos. Decir, pues, que la estación de cercanías de la Puerta del Sol es "la joya de la corona", como dijo el presidente Rodríguez Zapatero en los entusiasmos inaugurales de la obra, y repitieron con similar satisfacción los telediarios, puede resultar una anacrónica definición de un espacio tan moderno y hermoso como aquél. Pero se comprende que el presidente, que además hablaba de la estación como servicio logrado, tratara de entusiasmar con la frase hecha a esos madrileños renuentes a toda "novedad como principio de evolución" que ven en las cúpulas madrileñas una invasión de la plaza o el peligro de que Sol deje de ser Sol, tan emblema de Madrid para ellos como la misma Cibeles.
Madrid, a pesar de todo, no ha escapado a la arquitectura espectáculo, que suele atraer al común con cierta facilidad, pero es de celebrar que la austeridad de Fernández Alba haya constituido la apuesta para renovar la capital en su propio corazón simbólico. Su obra crea valor añadido, merece la pena como emblema, responde bien al espíritu de esta ciudad fusión.
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