martes, 11 de enero de 2011

Arquitectura integral e integrada en Cáceres

Que el pasado devore al presente es el peligro de las ciudades históricas cuyo corazón no ha sido engullido por el eclecticismo acelerado de la contemporaneidad. Renacentista, pobre, monumental y sobria, Cáceres llegó tarde al mapa de los destinos turísticos. Y ha sabido exprimir ese retraso. Por su centro se puede pasear en silencio. Aún hoy, es más fácil tropezarse con un convento que vende dulces que con una tienda de recuerdos.
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Ese marco austero no necesita ser nostálgico. Por eso hace unos años la Junta de Extremadura elaboró un plan que a la idea de proteger el centro histórico unía la de revitalizarlo. Como parte de ese programa, los dueños del restaurante Atrio -el monumento gastronómico local con dos estrellas Michelin- quisieron reubicar su negocio y levantar un hotel con 14 habitaciones. Les había tocado la lotería con el emplazamiento de su proyecto y les volvió a tocar con la elección de los arquitectos: Emilio Tuñón y Luis M. Mansilla, los mejores entre los serios, los innovadores entre los sobrios. Pero los autores del MUSAC de León no empezaron bien.
Animados por el escenario adusto y ecléctico, quisieron poner orden en un lugar acostumbrado a que sea el tiempo el que termine por ordenarlo todo. Convencidos de que "la complejidad era la cualidad más clara del casco histórico", propusieron entrar con la piqueta e implantar un volumen contemporáneo y... demasiado alto. Muchos cacereños protestaron. "Tuvimos la suerte de escuchar las protestas y repensar el hotel", comenta hoy Tuñón.
El Hotel Atrio está hecho con guantes de seda. Las texturas de mampostería, el retranqueo de sus fachadas y el granito de dinteles y vierteaguas no solo permiten su convivencia con el lugar, lo funden con la plaza de San Mateo. El edificio actúa como un pedestal para las torres vecinas de los Golfines y de Sande, que se suman a su volumen pétreo.
La pobreza, la falta de presupuesto para acabar las fachadas, unifica un paisaje renacentista de construcciones muy diversas que han resistido intervenciones a veces desafortunadas gracias a esa estructura-piel de piedra parcheada de huecos tapiados y nuevas aperturas. En Cáceres, es habitual que las paredes hablen de ventanas que ya no están y escudos que se rompieron. Por eso, en medio de ese manto que tanto acepta y tanto une, acecha el peligro del "falso histórico" -como el relamido inmueble de los años ochenta al que sustituye esta obra- que intervenciones como esta ayudan a vencer.
En el interior, no son los ojos sino las manos lo que se escapa a tocar las celosías y las jambas de roble macizo que visten el hotel y el restaurante. La azotea habla el mismo idioma en frío, aligerado con una celosía blanca, dos albercas y vistas de campanarios, prados y cigüeñas. Esa celosía crece para ser una pérgola que devolverá el regalo de las vistas dulcificando la plaza de San Mateo con la vegetación que trepará por ella. Bajo el suelo, la bodega es una obra de arte de madera curva. Tiene una capilla, con umbral de pan de oro para los vinos blancos selectos, dibujada con precisión de ebanista por Carlos Martínez Albornoz, uno de los jóvenes colaboradores de Tuñón y Mansilla.


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