martes, 11 de enero de 2011

El año del neoclásico Villanueva

2011 marca el bicentenario de la muerte del Arquitecto Mayor de Madrid.
Juan de Villanueva "no debía estar muy contento cuando murió". Corría el año 1811 y el septuagenario arquitecto había alcanzado todos los honores. Seguía siendo Arquitecto Mayor pero el rey al que servía, José Bonaparte era un intruso y "el culpable de que la gran obra de su vida, el Museo del Prado, estuviese arruinada", explica el arquitecto y profesor Pedro Moleón, biógrafo de Villanueva. En 1808 los franceses se habían acuartelado en el museo (entonces Gabinete de Historia Natural) y habían desmontado el plomo de cubiertas, canalones y bajantes para hacer balas de cañón. El Real Observatorio, también obra de Villanueva, había servido de polvorín en la invasión napoleónica y estaba medio reventado. "Villanueva murió sin saber qué pasaría con sus obras más emblemáticas y con esa amargura de estar sirviendo al rey que provocó su ruina", dice Moleón.
Este año se celebra el bicentenario de su muerte (en agosto) y ya se prepara una exposición sobre el arquitecto en el Palacio Real. "La merece", dice Moleón, "el bicentenario de su nacimiento fue en 1939 y el país no estaba para muchos homenajes".
En pleno barrio de Las Letras se encuentra uno de los edificios menos conocidos de Villanueva, la Real Academia de la Historia. No fue construido como tal. Cuando Villanueva acometió obras en el Prado derribó la imprenta y depósito de los libros de rezos de los jerónimos y el rey encargó al arquitecto otro edificio para tal fin en la capital. "Es un edificio caro y noble, pero no por su uso, una imprenta de misales, sino porque era un encargo real y debía de tener toda la solemnidad de un edificio oficial", dice Moleón. Lo que sí marcó su uso fue la incombustibilidad de la construcción. Dado que era un depósito de papel, y que Villanueva pertenecía a esa generación que había visto arder el Alcázar y la Plaza Mayor, el arquitecto construyó un edificio sólido, sin una gota de madera. Todas las escaleras son de granito y los techos de ladrillo.
En la academia abundan los rincones donde se puede comprobar la desnuda belleza del neoclasicismo de Villanueva. "Esta escalera de granito es puro Escorial", explica Emanuela Gambini, arquitecta de la casa desde los años sesenta, responsable de la reciente restauración de su fachada. "El edificio nació para albergar libros y papeles, y eso es lo que guarda", explica. Entre sus más de 400.000 volúmenes, incunables y manuscritos como el Códice Emilianense del siglo X, en cuyas glosas se hallan las primeras palabras escritas en castellano y en vasco.
El Escorial fue la gran influencia de Villanueva. Imprimió en él un clasicismo desornamentado profundo, que no soporta molduras decorativas ni fruslerías. "Pero Villanueva no es severo, sino contenido", dice Moleón. "Cuando tiene que ser gracioso, en el mejor sentido, también sabe serlo; El Prado, por ejemplo, tuvo sus detractores porque era muy atrevido para la época".
En la Real Academia la mayor osadía fue la puerta. Para traer las enormes jambas enterizas de granito, de casi siete metros, Villanueva tuvo que trazar un camino seguro para los carros: no podían pasar por donde hubiese vías de agua ya que el peso podía hundir la calzada.
Juan de Villanueva fue una estrella: hizo fortuna y gozó de todo el prestigio y los honores de su época. Delgado y narigudo, según lo pintó Goya y "de carácter filosófico" según lo describió su amigo Jovellanos. Algo "malhumorado", dejó escrito él mismo. "Muy celoso de sus cargos, controlaba todo lo que se hacía en la ciudad", explica Moleón, "y fue sin duda el arquitecto español más importante del XVIII". Sus obras guardan, según el profesor, lecciones para el arquitecto actual. A pesar de su fama y su poder, Villanueva siempre tuvo claro que la arquitectura debe estar arraigada en el lugar que ocupa y que, ante todo, debe responder a su función.

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